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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Harto de la milonga

La crisis la provocaron el exceso y la desproporción del negocio urbanístico y no los tímidos controles de la Administración

La marea azul es tan intensa, la debilidad de la oposición tan patente que empieza a emerger el contenido políticamente incorrecto. Arenas proclamó la semana pasada que está harto, más que harto “de la milonga del desarrollo sostenible”. Le aplaudieron a rabiar. Harto de pajaritos, de ecologistas, de perroflautas que ponen en tela de juicio las urbanizaciones a pie de playa, que se enfrentan a los molinos de viento de hoteles como El Algarrobico; que pretenden delimitar zonas en las que no se puede construir: con lo bonita que está la costa llenita de casas desde el cabo de Gata hasta Ayamonte.

Tiene las cosas muy claras el aspirante presidencial: la primera tarea es derogar todas las normas que restrinjan el uso del terreno residencial en Andalucía: la ley del Suelo, los planes subregionales y el POTA (perdonen el nombrecito, la c consejería no anduvo muy fina con el acróstico). Nada de controles, nada de zonas protegidas, nada de planificación territorial. Puro Far West: quien quiera construir en Andalucía que venga y coloque su caravana sobre la tierra elegida. Andalucía comunidad abierta, sin límites y sin milongas ambientalistas. Cada rincón, cada playa, cada montículo con buenas vistas podrá ser proclamado “zona residencial privilegiada para los europeos”. ¡Qué libertad, oigan!

Cualquiera diría que la Administración andaluza tenía el carnet de Greenpeace cuando, por el contrario, tardaron años en proclamar algunas leyes proteccionistas y solo lo hicieron cuando ya nuestras costas estaban cubiertas, de punta a cabo, por el ladrillo y nuestros Ayuntamientos enfangados en las plusvalías y en los convenios urbanísticos.

Pero Arenas tiene la receta: más libertad para el ladrillo. Como si hubiesen sido los tímidos controles de la Administración los que provocaron la crisis y no el exceso y la desproporción del negocio urbanístico. En Andalucía, según los expertos, hay un stock de viviendas en torno a las 390.000 que no se venden a pesar de la bajada de precios. La Junta de Andalucía acordó un plan para sacarlas a la venta con el máximo de facilidades y, sin embargo, aún siguen ahí, deteriorándose día tras día. Más de la mitad de ellas están en las zonas costeras: miles de urbanizaciones cerca de la playa por donde ulula en las tardes de viento el solitario fantasma de la crisis. Pero nada de esto importa, los nuevos gestores de nuestras vidas tienen un plan y es potenciar a tope la construcción.

No debe de ser una manía solitaria de Javier Arenas porque el flamante ministro de Agricultura —y de Medio Ambiente, que se le ha olvidado— ha anunciado que va a reformar la ley de Costas para idéntico fin: acabar con la milonga del desarrollo sostenible y “poner en valor” cada centímetro cuadrado de las playas españolas.

Y es que, en esto del medio ambiente, España está a años luz de Europa. Tanto la derecha como la izquierda tienen un marcado carácter productivista y escasísima conciencia ecológica. La derecha tiene “primos” que le desmienten el cambio climático y empresas que les exigen acabar con los controles públicos. Por su parte, la izquierda ha reducido el ecologismo a una declaración desvaída relegada a las últimas líneas de su programa electoral. Han hablado de desarrollo sostenible, pero su práctica urbanística y económica ha ido por el camino opuesto. Todo esto unido a la inexplicable inexistencia del ecologismo como opción electoral. Mientras en Europa Los Verdes son una opción política potente, en nuestro país, desgraciadamente, no levantan cabeza y hay mucho más ecologismo en la sociedad que en las instituciones. La política, como la vida, es un tour de force; el espacio que ocupan las ideas que se abandonan es inmediatamente invadido por el oponente. La derecha se vuelve más agresiva cuando la izquierda es más débil o incoherente. Por eso Arenas se permite hoy lo que no se hubiese permitido hace años: poner fin al desarrollo sostenible de un plumazo, con ese tono de fastidio del que ha tenido que aceptar ideas que le desagradaban profundamente.

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